
Por: Juan Ramón Quintana
LAS OPINIONES EXPRESADAS POR LOS COLABORADORES SON PROPIAS Y NO LA OPINIÓN DE KANDIRE
Fue un tiempo muy doloroso, de múltiples quiebres emotivos familiares que en lo personal terminaron potenciando mi firmeza ideológica para resistir la agresión política y jurídica del régimen, la sistemática criminalización mediática y el asedio cívico-policial continuo. Era consciente que el golpe nació en las entrañas del monstruo. Conocía la dimensión de la agresión externa y del peligro que entrañó el golpe dirigido por manos criminales cuyas huellas digitales son las mismas de siempre. Sabía de su sed de venganza y estaba preparado para lo peor. El golpe fue como la señal inconfundible de que como gobierno habíamos emprendido el camino y la dirección correcta de la historia y por ello la ira imperial y su parafernalia mediática.
El golpe de Estado trajo consigo una carga de odio descomunal, traducido en una estrategia que pretendía destruirme moralmente, como paso previo, pero que en última instancia procuraba lograr mi desaparición física. A pesar del encargo no lograron asesinarme porque los mecanismos de protección y seguridad de la Residencia de México no solo fueron eficaces, sino que la vía diplomática mexicana mostró su extraordinaria capacidad profesional para frenar esta aventura demencial. Desde la cancillería mexicana, con el acompañamiento de su embajador en Bolivia, Edmundo Font, se impidió que se consumara la mayor violación de la que se tenga memoria en la comunidad internacional contra el derecho internacional de asilo y en particular contra la Convención de Viena. El régimen estuvo a punto de consumar el ingreso al recinto diplomático por medio de la fuerza y la brutalidad policial. Decenas de veces asediaron y realizaron operativos de cerco a la residencia, usaron centenares de policías fuertemente armados para intimidarnos, intimidaron grotescamente al personal diplomático, montaron incidentes para usar como pretexto el incumplimiento de normas de la delegación diplomática mexicana, realizaron simulacros de ingreso, periódicamente usaron drones, helicópteros, cámaras de alta resolución, instalaron francotiradores y radioescuchas, establecieron puntos de control territorial con el uso de canes, financiaron la vigilia de personal para policial en las cercanías de la residencia, persiguieron y violentaron la privacidad de las visitas, humillaron al personal de servicios, los civiles suplantaron la autoridad estatal con la complicidad policial amén de otras aberrantes prácticas que lastimaron el derecho internacional público exponiendo al país al ridículo mundial.
Las acciones de terrorismo estatal que ejecutaba el régimen eran proporcionales al tamaño de su encono contra el país y sus dirigentes políticos. Evo Morales, Álvaro García Linera y Juan Ramón Quintana fueron el epítome de la guerra judicial o lo que comúnmente se llama el lawfare antes, durante y después del golpe. Con la fracasada desaparición física de los tres, las masacres sangrientas en Senkata y Sacaba y la tenaz persecución de dirigentes políticos del MAS la dictadura estaba cumpliendo el temible papel de comadrona del imperio cuyo objetivo era destruir el proceso de cambio, acabar con el liderazgo del primer presidente indígena e instalar una lección histórica de escarmiento contra la rebelión antiimperial del pueblo boliviano. Desde el 2006 y durante 14 años continuos y de manera democrática los movimientos sociales habían logrado sobreponerse a casi dos siglos de derrotas y humillación continuas. Las sucesivas victorias electorales en este arco de tiempo significaron una victoria épica e inédita frente a la opresión colonial, tanto de las élites criollas como de los mandamases extranjeros. Un siglo de imposiciones caprichosas del imperio norteamericano y de dominio de sus recursos naturales, de su economía y sistema político había sido derrotado por la potencia plebeya que celebraba con la nacionalización (2006) su independencia económica y con la nueva Constitución (2009) su autonomía política. El camino trazado rumbo a la industrialización coronaría la plena independencia económica del país, condición inaceptable para Washington que hizo de la pobreza su bandera asistencialista y el pretexto de su intervención. El desmontaje del orden colonial e imperial en Bolivia desató la furia de los gobiernos norteamericanos que nunca imaginaron perder uno de sus eslabones estratégicos en Sudamérica. Durante más de un siglo Estados Unidos procuró hacer de Bolivia un proveedor neto de materia prima estratégica y un apéndice geopolítico barato y dócil.
Junto a los seis compañeros del asilo vivimos las horas más dramáticas e inimaginables. El régimen no cesó un segundo en ejecutar su estrategia de persecución directa e indirecta, de intimidación y aplicación de prácticas extorsivas mediante jueces, policías y fiscales corruptos y ‘docilizados’ que inventaron diariamente decenas de casos de supuesto involucramiento en acciones terroristas, sediciosas o de financiamiento ilegal. Inventaron casos al límite del surrealismo con el acompañamiento de los medios de comunicación que operaron como voceros voraces en su pretensión de darme muerte civil. Al amparo del miedo, la masacre y el despliegue de fuerzas policiales y militares en las calles, en Bolivia se instaló el terrorismo de Estado manipulado y dirigido por las agencias de intervención norteamericanas que usaron a las fuerzas represivas nacionales como vulgares marionetas. Nunca antes, policías entecos y militares imbecilizados por el discurso del antiterrorismo funcionaron con tanta eficacia en esta delirante tarea de aplastar la dignidad del pueblo boliviano.
No fue suficiente perseguirme hasta el cansancio con las hueste policíacas sedientas de sangre. Usaron a la Resistencia cochala como su brazo represivo para intimidar a mi familia entera en la ciudad de Cochabamba. Enceguecidos por el encargo extranjero y su odio ruin llevaron a cabo operaciones policíacas solo comparables a los peores regímenes de terror. Intentaron incendiar la casa de mi madre que vivía sola y con 87 años de edad tuvo que huir disfrazada para eludir las hordas criminales alimentadas en su sed de venganza por el régimen, en particular por el testaferro yanqui, Arturo Murillo, que operaba como un sanguinario y vulgar director de la estructura represiva. Persiguieron a mis hermanas, asediaron sus domicilios, amenazaron de muerte a sus familias y no se contuvieron hasta que salieron al extranjero para salvar sus vidas.
El régimen usó toda su fuerza, su brutalidad y toda su furia contenida para descargar contra todo vestigio familiar o de amistad. Detuvieron y encarcelaron injustamente durante casi un año a mi trabajadora del hogar, Edith Chávez, por el simple hecho de limpiar los escombros dejados por los vándalos que destruyeron mi departamento. Le sembraron como prueba un arma en su domicilio y a cambio de su libertad policías corruptos le exigieron que declarara contra mi persona. Detuvieron a Florencia Tonconi, otra compañera solidaria que debía cobrar mi sueldo y aguinaldo, mediante una carta poder, violando mi derecho constitucional. Igualmente la intimidaron y confinaron a una carceleta insalubre donde no la dejaron dormir durante cuatro días. María Palacios, trabajadora de PDVSA fue otra víctima de la sanguinaria persecución. La expusieron ante la opinión pública para mostrarla como una supuesta cómplice acusándola de trasladar dinero para financiar acciones terroristas cuando solo se trataba de llevar dinero líquido proveniente de las utilidades de la empresa venezolana a Buenos Aires para pagar al personal de PDVSA regional.
Todos estos actos ruines y cobardes solo multiplicaron mi fortaleza para resistir y ratificaron mi entereza y convicción señalándome que estaba en el camino correcto y en lugar apropiado de la lucha antiimperial.