Transgénicos: ¿Pan para hoy?
El cultivo de soya genéticamente modificada en Bolivia genera controversia y cuestiona el modelo productivo agrícola.
Esta investigación fue realizada en el marco del Fondo Concursable Spotlight XI de apoyo a la investigación periodística en los medios de comunicación que impulsa la Fundación Para el Periodismo.
Un panorama complejo
La mirada de Eusebio está lo bastante cansada para no necesitar subtítulos. De hecho, languidece con el crepúsculo, justo cuando el sol cede el paso a una noche un tanto más fresca. Ha sido un día muy caluroso en Santa Cruz. Eusebio se ha pasado diez horas desbrozando un terreno ubicado en una urbanización del cuarto anillo. Está agotado. Me estoy haciendo viejo –lamenta entre sorbo y sorbo de somó–, hace unos años lo hubiera hecho más rápido. Además tengo este mal en el pecho. Eusebio tiene 54 años. Hace cinco, abandonó su tierra en San Julián para instalarse en la comunidad Degüi, en la Villa Primero de Mayo. Él como otros ayoreos fue desplazado por el desarrollo, la expansión de la frontera agrícola. Hoy se gana unos pesos como jornalero.
“Existe un impacto socio-ambiental negativo. Ya no se trata únicamente del daño irreversible al medio ambiente a costa de perder cientos de hectáreas de bosque. Decenas de familias indígenas han sido obligadas a migrar a las ciudades donde la adaptación es muy compleja”, sostiene Gonzalo Colque, investigador de la Fundación Tierra.
Ésta es una de las aristas del negocio de la soya en el oriente de Bolivia. Se trata de un millón y medio de hectáreas dedicadas a la producción de soya transgénica desde el año 2005. Entonces, el gobierno del presidente Eduardo Rodríguez Veltzé, autorizó el cultivo de soya a partir del evento 40-3-2 (Decreto Supremo 28225) resistente al glifosato, un herbicida utilizado en agricultura y jardinería.
Los datos de la producción de los últimos años, citados por la cadena de noticias France 24, apuntan a 2.781.056 toneladas destinadas al mercado de Colombia y Perú aprovechando las tasas preferenciales del mercado de la Comunidad Andina de Naciones (CAN), una producción que no puede competir con las los volúmenes de exportación de Brasil y Argentina con 30 y 20 millones de hectáreas respectivamente.
Para Colque, “Bolivia es un socio minoritario, una especie de territorio de rebalse de capitales de las transnacionales agropecuarias interesadas en la compra de tierras donde está el negocio. No hay que olvidar que la expansión de la frontera agrícola para el cultivo de soya y maíz ha forzado a los empresarios ganaderos a desplazarse hacia las zonas boscosas lo que supone un proceso de deforestación”. Según el Center for International Forestry Research (CIFOR) la deforestación en las tierras bajas de Bolivia alcanza las 200 mil hectáreas al año, “a lo que se suma la erosión genética que implica un monocultivo, la contaminación del suelo, del agua, el daño a la salud y la pérdida de ecosistemas”, añade la ingeniera ambiental Andrea Landriel.
Desde la perspectiva del empresario agropecuario Edilberto Osinaga, “Brasil y Argentina son respetados internacionalmente por su capacidad y su tecnología para producir alimentos. En Bolivia sólo tenemos un evento básico y es muy difícil competir con Argentina. Además, en los últimos años, ha disminuido el uso de semillas certificadas. Por ejemplo, un tercio de la semilla que se usa para el cultivo de maíz no es certificada. La pregunta, entonces, es ¿de dónde está entrando la semilla de maíz?”
“El maíz duro destinado a la alimentación de animales, es ilegal. Es decir, el cultivo de maíz transgénico no está autorizado en nuestro país. Sin embargo, tanto los sectores agropecuarios como los productores grandes y pequeños, reconocen que lo utilizan. Recurren, por lo tanto, a la vía del contrabando. Así, el 70 o 40% de maíz amarillo que se cultiva en el país es transgénico”, responde Gonzalo Colque.
Soberanía en riesgo
-Acá tenemos leyes. Pero ¿quién las cumple?, pregunta Alcides a sus compañeros de la comunidad ayorea, la mayoría de ellos jornaleros que asienten con la cabeza, en silencio, mientras esperan la olla común que preparan dos mujeres rodeadas de un puñado de bulliciosos niños.
-Ahora sólo nos queda esto, afirma Alcides entre melancolía y resignación, extendiendo los brazos para abarcar la cancha donde los jóvenes juegan a volibol, en el corazón de la comunidad Degüi.
Evidentemente la Ley 71 de Derechos de la Madre Tierra (del 21 de diciembre de 2010) considera la tierra como un “sistema viviente dinámico” que debe ser protegido por el Estado. La Ley de Revolución Productiva Comunitaria Agropecuaria, en concreto su artículo 15 señala: “No se introducirán en el país paquetes tecnológicos agrícolas que involucren semillas genéticamente modificadas de especies de las que Bolivia es centro de origen o diversidad, ni aquellos que atenten contra el patrimonio genético, la biodiversidad, la salud de los sistemas de vida y la salud humana”.
A pesar de ello el gobierno de Jeanine Añez aprobó los decretos supremos 4348 y 4232 destinados a la evaluación de semillas transgénicas de caña de azúcar, maíz, trigo, soya y algodón, con el objetivo de duplicar la producción. El 22 de abril de 2021, el gobierno de Luis Arce abrogó estos decretos. “Eliminamos el abuso del gobierno de facto anterior, que introdujo con un solo decreto y sin sonrojarse, toda la cadena de transgénicos en nuestro país, en trigo, maíz, en todo”, señaló el presidente.
De hecho, se frenó el ingreso del evento de soya transgénica HB4, en teoría resistente a la sequía cuando en realidad lo es al glufosinato de amonio, un herbicida para controlar maleza.
El expresidente de la Cámara Agropecuaria del Oriente (CAO), Reinaldo Díaz, asegura que “si se prohíbe a Bolivia contar con estas nuevas tecnologías, se está coartando el derecho a poder producir más y mejor, generar más fuentes de empleo, generar una balanza comercial más equilibrada”.
“No es una cuestión de producción. En Bolivia no existe soberanía alimentaria ni soberanía científica; por lo tanto, es imposible hablar de mejoramiento genético cuando dependemos de la agenda de las multinacionales de la agroindustria”, explica el agroecólogo, Miguel Ángel Crespo.
Crespo es gerente de producción de una empresa de biotecnología especializada en el control biológico microbiano. Tras haber superado el covid 19, Miguel Ángel Crespo ha retomado el trabajo de campo para constatar que “el transgénico no está asociado al incremento de la productividad”.
“Para mejorar la productividad hay que contar con estos cuatro factores: buena semilla, suelos aptos para el cultivo, buen manejo de suelos y clima favorable. Nada de esto se cumple. Hace quince años, se necesitaban quince kilos de agroquímicos por hectárea. Hoy en día, se precisan cuarenta y ocho kilos por hectárea. En otras palabras, el rendimiento sólo es de un diez a veinte por ciento. Hace poco estuve en Beni. Allí únicamente el dos por ciento es apto para el cultivo extensivo. Pero es más fuerte la presión del lobby agroindustrial”, apunta Miguel Ángel Crespo que ve con preocupación la deriva de lo que denomina “modelo agroextractivista” que se fundamenta en la deforestación.
“Se ignora, o se prefiere ignorar, que el mejor muro de contención contra las pandemias son los bosques”, advierte, justo cuando Bolivia no suscribió la Declaración sobre los Bosques y el Uso de la Tierra durante la conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático (COP26) firmada por 133 países.
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