Arce gobierna con balas para el pueblo y silencio para los narcos
Mientras el triple asesinato de policías en Porongo fue silenciado, el Ejecutivo justifica la militarización en Llallagua bajo un discurso de “defensa de la democracia”.
Ni siquiera con el triple asesinato de policías en Porongo, ocurrido en 2022, el Gobierno tuvo la voluntad de militarizar la zona o de perseguir con rigor a los autores materiales e intelectuales. Hoy, en cambio, pretende justificar una represión brutal en Llallagua.
Una emboscada en la zona del Urubó, municipio de Porongo, acabó con la vida de tres uniformados, entre ellos un miembro voluntario del GACIP. El operativo, lejos de esclarecer el crimen, evidenció improvisación. Los sicarios —a bordo de una vagoneta Toyota Ipsum plomo— atacaron a quemarropa a los policías cuando su vehículo se averió. Huyeron con total impunidad. A pesar de que el crimen sacudió al país, el caso fue sepultado sin justicia.
Pese al impacto del hecho, el Gobierno no desplegó fuerzas militares ni declaró estado de excepción. El caso se apagó en silencio, como tantos otros donde el narcotráfico parece tener más poder que el Estado. Sin embargo, ahora en Llallagua, se despliega una ofensiva armada bajo el discurso de “defensa de la democracia”, mientras campesinos y sectores populares son señalados como “subversivos”, sin una investigación independiente.
El narcotráfico no solo ha penetrado las estructuras del Estado: se ha convertido en su núcleo de poder. El narcotraficante más buscado por la DEA, Sebastián Marset, escapó con pasaporte oficial y apoyo logístico, y ninguna autoridad investigó a fondo. El Ministerio Público simplemente miró hacia otro lado.
Y cuando el expresidente Evo Morales denunció un intento de magnicidio —con 14 impactos de bala en su vehículo, un chofer herido y testigos que hablaron de encapuchados armados— el Gobierno ni siquiera abrió una investigación formal. ¿Ese es el respeto que se le tiene a la vida de un exjefe de Estado?
Hoy, sin embargo, el Gobierno se victimiza. En lugar de responder por los asesinatos impunes, las fugas orquestadas y los crímenes no investigados, el aparato estatal lanza una ofensiva mediática brutal contra los movimientos populares. Con medios subvencionados y obedientes, construyen un relato de “subversión” para justificar la violencia estatal.
Torturas, dinamita, cuerpos destrozados. Las muertes de policías en Llallagua se han convertido en la excusa perfecta para perseguir a movimientos sociales que históricamente resistieron al autoritarismo. Se habla de “México Chico” y de “grupos terroristas” con el mismo libreto con el que se criminaliza cualquier protesta.
Mientras el Gobierno lleva a Evo Morales ante cortes internacionales por cinco muertes, el país recuerda que, con tres policías ejecutados en 2022, no hubo ni justicia ni voluntad de actuar.
Lo que hay hoy es un cálculo político: perseguir al “enemigo interno”, mientras los verdaderos criminales siguen en libertad o administran sus negocios desde una celda dorada.
Los ministros, visiblemente indignados ante las cámaras, claman por democracia mientras la desgarran con cada operativo mediático, con cada bloqueo a la prensa libre, con cada encubrimiento judicial. Bolivia no se desangra por las protestas: Bolivia se desangra por la impunidad.
Hoy, mientras cuatro policías fueron asesinados —con métodos horrendos que deben investigarse sin sesgos—, el Gobierno opta por la estrategia más peligrosa: victimizarse y dividir al país entre “demócratas” y “sediciosos”, usando la maquinaria estatal y mediática como arma de guerra interna.
La narrativa oficial es amplificada por medios comprados mediante millonarios contratos de publicidad estatal. Estos canales estigmatizan al pueblo movilizado con un lenguaje propio de la guerra: “grupos terroristas”, “paramilitares”, “francotiradores”. Un discurso que justifica cualquier tipo de represión, mientras se oculta la corrupción estructural, el narcotráfico impune y la falta de independencia judicial.
La violencia no se combate con propaganda. Se combate con verdad, justicia y coherencia. Y si el Estado no puede investigar a quienes matan a sus propios policías, pero sí puede movilizar militares contra campesinos, entonces la verdadera amenaza a la democracia está en la Casa Grande del Pueblo.
Mientras se protege a los autores intelectuales del triple asesinato de policías en el Urubó y se deja huir a Marset, el Gobierno apunta sus armas contra el pueblo y guarda silencio ante el intento de magnicidio a Evo Morales.
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